Cabalgata a Livilcar
Tras años de intrusear la sierra, nunca tuve la oportunidad de llegar a este paraíso enquistado en la parte alta de valle de Azapa y aislado del resto del planeta; el asentamiento más alto del valle y que en época colonial tuvo cierta importancia. A sólo 11km a vuelo de pájaro está el origen del valle de Azapa, en la confluencia del río Seco con el río Ticnamar. Livilcar fue ocupado antes de la llegada de los españoles y era un punto intermedio de las rutas caravaneras que descendían desde la sierra o el altiplano a Arica vía Putre o Belén.
Livilcar está a 10km aguas arriba del Santuario de la Virgen de las Peñas y sólo tiene tres accesos: continuar desde el Santuario el ascenso del valle siguendo una huella a veces imperceptible, seguir desde Copaquilla una ruta ancestral de 12km salpicada de piedras y luego bajar a pie al talweg por una huella estrecha y casi imposible de volver a subir, o cabalgar 17km desde Belén y luego descender al valle por un muy precario sendero realmente imposible. El primero es el acceso más accesible; el segundo empalma con Zapahuira a través de variantes de la ruta caravanera prehispánica y es utilizada hasta hoy por jornaleros bolivianos que descienden a la parte baja del valle de Azapa durante la época de la recolección de aceitunas y el tercero no sé bien si alguien del interior lo utiliza para ir a la fiesta de Las Peñas.
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Principales rutas caravaneras prehispánicas de la sierra ariqueña (según Luis Briones).
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Una vez seguí el segundo acceso hasta donde llegó mi vehículo y luego a pie, atravesando la Pampa del Muerto, pero no me atreví a bajar al talweg del valle por temor a no ser capaz de devolverme. El tercero será tal vez un destino futuro para cuando decidamos cabalgarlo. Pero el 2004 ya había sido definido como el año durante el cual por fin nos llenaríamos de fotografías y anécdotas de ese hermoso lugar de difícil acceso. Por algo tengo buenos amigos jinetes amantes de la sierra y con ellos timoratamente escogimos el primer y más fácil acceso, lo que de todas maneras implicó un gran esfuerzo logístico implementado por mi “ch’ullan” (traducción disponible en “Arica, Territorio Andino”), Carlos Requena, líder de otras cabalgatas serranas.
Podríamos haber ido solos, pero otros ocho jinetes se incorporaron con entusiasmo: dos damas (una de ellas con unas 300 carreras ganadas en hipódromos), un militar retirado que hoy se dedica a los caballos, dos colegas médicos de huasa trayectoria, un importante ejecutivo 4x4 compañero del centro ecuestre donde yo trato de aprender a cabalgar “en pituco” (siendo novato, nos tendría que atender) y un par de huasos nortinos. Al final, los humanos superamos a los caballares, la mayor parte de ellos novatos en aventuras serranas pues parte de nuestros buenos compañeros equinos de años anteriores había muerto y los nuevos no se portaron muy bien.
Herrar a los animales y llevarlos al Club de Huasos ocupó parte de un viernes. Al anochecer los llevamos en camión al Paradero, a unos 50km de Arica, para ahorrarnos unas 12 horas de tediosa y fome cabalgata siguendo la berma de la carretera. Allí, donde termina el camino y comienza la aventura de cabalgar por estrechos senderos serranos, celebramos el cumpleaños de la laureada jinete hasta las 4 A.M. El sábado bien temprano montamos rumbo al Santuario de Las Peñas, 9-10km que nos ocuparon más tiempo que si hubiéramos ido caminando pues los animales del Club de Rodeo perdían sus herraduras porque en vez de seis habían sido aseguradas por sólo cuatro clavos, además de que las monturas de huaso no son buenas para transportar carga. Tengo la suerte de disponer de una vieja montura tropera militar (Armeesattel 25), a la que adicioné a última hora un pellón de cuero de oveja (todavía lleno de espinas), para protejer mis asentaderas. Nótese que debíamos cargar pertrechos para tres días, incluyendo 5-10kg de avena por animal pues no sabíamos si dispondríamos de forraje en Livilcar.
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El Coipo, malhumorado compañero de varias cabalgatas serranas, con la carga bien estibada en la montura tropera.
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Resumiendo, tras varios incidentes que afortunadamente no pasaron de la categoría de susto, llegamos a Las Peñas donde las dos damas y un varón no pudieron continuar por problemas de herraje y debieron esperar nuestro regreso durante dos días. Esa “pana” sólo la comprenderá quien haya sufrido el infierno de piedras que tapiza la ruta.
Los 10km siguientes, desde el Santuario a Livilcar, transcurren con dificultad por una senda que hay que adivinar, tapizada de bolones y debiendo cruzar el río unas 15 o más veces.
Casi todos perdimos una herradura en el camino. Pasamos por Potrero Grande, hoy abandonado y cerca del cual hay un asentamiento prehispánico poco conocido, luego por un lugar que debió haber sido un tambo (recintos estrechos como para sólo pernoctar, delimitados por pircas), algunos tramos del sendero estrechos y peligrosos donde una roca arrancó la correa del estribo de uno de los animales y cuyo jinete hábilmente evitó desbarrancarse, hasta que al fin aparece una vegetación abundante (Equisetum sp. y árboles), el valle se ensancha y entre acantilados espectaculares aparece el paraíso que buscábamos.
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Pared sur del valle, en Livilcar.
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Livilcar tiene una docena de casas de barro en ruinas, una de ellas habitada por don Manuel, un amistoso personaje que cuida el lugar desde, dice, hace 40 años (?).
Sólo interactúa con otros humanos durante la Semana Santa y el 28 de agosto, la fiesta del Santo Patrono del lugar, San Bartolomé, a la cual concurren anualmente unas 200 personas.
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San Bartolomé haciendo el trabajo de Tunupa, con la supuesta Cruz de Carabuco, mucho antes de se sospechara siquiera que América existía. Un ejemplo de las burdas falacias propias de los cronistas de la Conquista (Felipe Guamán Poma de Ayala).
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No es raro entonces que nos reciba con tanta cordialidad. Hay allí una iglesia con retablo de pan de de oro que se terminó de construir en 1728,
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Iglesia San Bartolomé de Livilcar.
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un típico cementerio nortino amurallado y varias piedras “tacitas” que demuestran la importancia que tuvo el lugar antes de la Conquista. Resalta la abundante vegetación con molles,
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Pimienta rosada (molle, Schinus molle).
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majestuosos eucaliptos, raquíticos álamos, hermosos espinos, muchas higueras, lindos rincones que invitan a una siesta
y hasta un pacay con ricos frutos. Las superficies horizontales están sembradas con alfalfa para alimentar a la docena de corderos y caballares y a media docena de vacas.
Desde el oriente baja el sendero que comunica con las partes altas de la sierra y por el cual descendían las caravanas y hoy descienden los jornaleros bolivianos. Livilcar debe haber sido un hito importante de la ruta prehispánica, pues el sendero que proviene de la sierra termina al llegar al valle en una piedra plana con tres hileras de “tacitas”.
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Piedra “tacitas” que marca el fin del sendero tropero desde Copaquilla a Livilcar.
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Tras las 8 horas de cabalgata, permanecimos unas 40 horas en ese paraíso descansando, recorriéndolo, bañándonos “calatos” (desnudos) en el río y tratándonos bien con la poca comida que llevábamos. El almuerzo del día siguiente a nuestra llegada se basó en jurel “tipo salmón” en tarro, complementado con cebolla picada y la mayonesa que preparó Juan Morales (el novato) con los huevos que sobrevivieron al viaje.
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Juan Morales preparando mayonesa en Livilcar bajo la atenta mirada de mi caballo
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Hasta hubo un cocktail de aperitivo: al cuarto de botella de ron que había sobrevivido Juan le agregó clara batida y algo de pimienta rosada (molle) molida en una piedra.
Tras ese banquete, una siesta y una tarde entera dedicada a idear nuevos destinos.
Pero hubo algo más: nos conseguimos un cordero y pasamos largas horas faenándolo y luego asándolo.
Pero, como casi siempre nos ocurre, nuestra provisión de agua bebestible era insuficiente para esa inesperada prolongación del viaje. En el tramo a Las Peñas los y las jinetes de mera experiencia en el ámbito urbano, montando sillas chilenas absolutamente inadecuadas para cargar lo necesario para subsistir (y por eso ya no las usamos), botaron el agua que transportaban porque les molestaba y nobleza obliga, los avezados les cedimos buena parte de la nuestra cuando la necesitaron. Y por decidir prolongar por 24 horas nuestra estadía en Livilar empezamos a sentir una sed irresistible. Entonces hervíamos las turbias aguas del río y aun tibia la bebíamos con ansias y hacíamos turnos para eso. Muchas veces he sufrido de sed en la sierra, pero nunca tanto como entonces, pero yo guardé un tesoro para compartirlo con mi gran amigo Carlos, el gestor del evento: una botellita chica de agua mineral que a duras penas resistió mi necesidad de beberla. Pues cuando al fin volvimos y recogimos a quienes se quedaron a medio camino, en cuanto llegamos al Paradero donde con tardanza llegó el camión que trasladaría a los caballos de vuelta a Arica, hice venir a Carlos a donde yo estaba desempacando mis aparejos y tibia o como fuera compartimos ese escaso pero valioso tesoro, yo brindando por la gestión de él que nos permitió cumplir nuestro ansiado afán por llegar a Livilcar. Ni el más fino whisky (de tantos que hemos compartido a sorbos en cabalgatas serranas), supo tan exquisitamente ni ninguna palabra de agradecimiento pudo der más bienvenida. Moraleja: ¡Agua, agua y agua! nunca sobra, siempre es insuficiente en la sierra y es muy molesta cargargarla, pero no hay tesoro más valioso que ella, sea donde sea.
Y volvimos a Arica renovados y cargados de la energía necesaria para soportar las caras largas de los que aquí se aburren. ¡Qué lata!...